El dolor se manifiesta de diversas formas. A través de golpes, de silencios, de lágrimas que se derraman y arañan las mejillas. Y es que el dolor provoca surcos que, a veces, no nos dejan respirar. Son esos mismos surcos los que, con el tiempo, nos recuerdan aquello que fuimos, lo que dejamos de ser, lo que abandonamos y permaneció sepultado por capas de negación. Hasta que explota. Hasta que una simple palabra hace saltar todo por los aires, convirtiéndolo en una hoguera, que abrasa, que deja el cuerpo en carne viva. Y es que el dolor no es otra cosa que aquello para lo que no estamos preparados. Porque desde pequeños, desde que abrimos los ojos al mundo, somos educados para amar, para comprender, para convivir, pero nadie nos prepara para el dolor, para eso que viene después, el hueco, el vacío, o el agujero donde introducir toda nuestra desesperanza. El que es digno de ser amado es un grito. Es un grito con forma de libro, hay que matizar. Y lo es por lo que contiene, por esas palabras que, mediante cartas, van surgiendo de una realidad que desconocemos, que no nos paramos a pensar, que sabemos que existe pero que a la vez es como si el silencio se hubiera visto capturado en un pliegue, en un cualquier página de nuestra vida. Porque el amor y el dolor suelen estar unidos por un hilo muy fino pero a la vez demasiado fuerte. Porque no sólo dos cuerpos que se enlazan sufren, sino también aquellos que están unidos por la sangre, la familia, y en ese punto escarbado con las uñas, casi reventadas por la fuerza de la herida, es donde nos encontramos. Donde Abdelá Taia nos introduce.

Cuatro cartas. Cuatro destinatarios. Que desentrañan todo aquello que no se dijo, que se convirtió en arma, en dolor, en una vida colonizada por otros, por esos otros que creyeron ser dueños de una existencia. Cuatro cartas unidas por el silencio. Por el miedo. Por el sufrimiento de no ser uno mismo. Nunca.

Aunque pueda parecer algo superficial, lo primero que me hizo acercarme a El que es digno de ser amado fue su portada. No sabría especificar el sentido, pero la imagen de ese chico – el propio autor de esta novela -, su gesto llevándose la mano al corazón, el color, hicieron que tuviera deseos de tener conmigo este libro. Pero todo explotó cuando empecé a leerlo.

La primera incursión es la carta que Ahmed, el protagonista de esta historia, le escribe a su madre confesándole, entre otras cosas, su homosexualidad. Hablaba al principio de una realidad que se nos escapa y es que, ¿alguno se ha parado a pensar, en algún momento, cómo tiene que ser la vida de un chico homosexual árabe? Y es que esta parte, esta carta, es la más dura, la que más golpes proporciona al lector. No se trata de una carta de amor, o al menos no de un amor hijo-madre como lo conocemos. El dolor no deja de significar que la relación con la persona hacia la que lanzamos nuestros afectos es más fuerte de lo que pensamos, de lo que queremos sentir. Y aquí, las palabras se convierten en un arma arrojadiza. ¿Puede ser que una madre no quiera a su hijo? ¿Podemos siquiera imaginarlo? Por supuesto que la imaginación nos lleva a lugares que no hubiéramos pensado en la vida, pero a mí me ha impactado de una manera que no me esperaba.

La segunda carta es la que Ahmed recibe de un antiguo amante. Esta es, quizás, la que menos me ha convencido. Quizá porque en la cultura homosexual, en las novelas que he leído hasta la fecha, todo parece indicar que el drama amoroso es el único posible. Pero aun así, sigue presente esa sensación de dolor, de no poder seguir adelante, de caer en un vacío inmenso como el que sólo puede dejar no una persona, sino aquello que pensábamos de ella.

La tercera carta es la que Ahmed escribe a Emmanuel, instantes antes de que éste se despierte. Es una despedida, un adiós, una necesidad de romper las cadenas que ataron un día a un joven con otro hombre que creía tenerlo todo y en realidad sólo fue una prueba. La fuerza de esta carta radica en el sentimiento que Ahmed nos hace sentir, en qué significa para él lo que Emmanuel hizo con él, lo que le proporcionó, la sensación de ser no amado sino colonizado, como aquellos que invadieron un país y pensaron que aquellos que lo habitaban no eran más que seres a los que culturizar, que convertir en semejantes, en seres iguales a ellos. Me parece interesante como reflexión sobre lo que las relaciones pueden hacernos, más si cabe cuando entendemos las dos formas de vida que tanto uno como otro sostuvieron a lo largo de su noviazgo. ¿Quiénes somos respecto al otro? ¿Es el amor aquello que nos debilita? ¿Somos nosotros los culpables de aquello que pensábamos que era culpa de otros?

La última carta es la que un amigo de Ahmed le escribe, también como despedida. El perfecto cierre, el punto final a una historia que estaba destinada – de existir tal cosa – a ser desgraciada. La infancia, la adolescencia, el descubrimiento de la sexualidad, la fatalidad envuelta en un cuerpo que erizaba su vello con el primer beso, con el sexo, con el roce. Y un quiebro en el que todo cae en picado. Una desaparición, un mensaje que no se dice, un secreto que permanece inviolable hasta que las palabras salen a la luz. Un final. Siempre un final.

Abdelá Taia, del que desconocía absolutamente todo, me ha dejado sin aliento. Es lo que más puede definir esta necesidad de leer como si no hubiera otra cosa que hacer, como si el dolor se filtrase, inundara cada estancia, agrandara las grietas y dejara exhausto a aquellos que le leen. ¿Qué más puedo decir? Simplem