El eco. El sonido de algo que reverbera en los oídos. Que te habla. Que te recuerda algo que soñaste, que viviste, que leíste. Y aquí estoy. Meses después, demasiados meses después, hablando de esta historia, de este libro, de lo que supuso y lo que fue. De lo que supuso. De lo que fue llegar al final, observar en mi imaginación dos manos que se tocan, que se piden que que entren, que se introduzcan en la vida, o en la muerte. Que se metan de lleno en los secretos que permanecen pegados en las paredes, en las grietas, en cada una de esas fortificaciones que llamamos hogar, o casa, o simplemente familia. Lara Moreno te habla, o te grita, o te susurra, o te permite durante un instante escuchar el silencio para después estirar su mano, llena de letras, agarrarte del cuello y apretar. Porque a pesar de los meses desde que se publicó, sigo pensando en esta historia. No son muchas las veces que eso me sucede. De hecho, hablo siempre de otra historia, de Isaac Rosa – en concreto La habitación oscura – ante la que siempre vuelvo, aunque sea sólo para leer un par de páginas. Ese eco. Ese recordatorio de lo que leí, de lo que dejó cerrar el libro, de no querer ver, no querer que el tiempo siga adelantándose, que se detenga joder, que me deje saborear durante un minuto más todas las sensaciones que Piel de lobo me ha dado. Luego pasan los días, los meses – concretamente de octubre de 2016 a marzo de 2018 – y me doy cuenta de que aunque esa primera sensación sea impagable, es mucho mejor saber que sigues hablando de este libro por mucho que pase el tiempo. ¿No es, acaso, eso mismo lo que sucede con la vida de un libro?

Sofía y Rita, hermanas, han ido al pueblo a recoger lo que queda de su vida de niñas. La primera huye de lo que dejó en la ciudad; la segunda quiere que todo se acabe lo antes posible. Y en esa casa, en esos rincones que parecían guardar momentos ya olvidados, es donde el dolor, la rabia y las caricias, volverán a ser protagonistas de una historia que no quiere terminarse.

Escribir no es fácil. Debe ser un ejercicio de lesión. Como si la herida se abriera al escribir, pero a la vez cicatrizara a medidas que los párrafos van uniéndose. No tengo la certeza de qué sucedió para que Lara Moreno escribiera Piel de lobo – tiendo a no leer entrevistas de los autores cuando están de promoción para que no me “contaminen” la experiencia –, pero sea lo que sea, le doy la bienvenida. Cuando empecé este libro me dije a mí mismo que debía hacerlo despacio, saboreando los instantes, el mundo de Sofía y Rita. Pero me descubrí bebiendo, absorbiendo con desesperación cada página, metiéndome de lleno en este mundo de dos hermanas que se hablan, pero que también se callan unas a otras. Paisajes llenos de ese rumor que sólo da el rencor no entendido, infancias truncadas que se alargan hasta la edad adulta, que pasean su estructura a punto de derrumbarse por las páginas, maternidades enfrentadas, la ausencia de amor, la necesidad de cariño, ese increíble mundo que ha creado ella para nosotros, o para sí misma, o para alguien etéreo que bien podría estar en cada uno de nosotros. Hablar, con el eco de fondo de aquellas palabras que no se dijeron. ¿Cómo escribir eso? Ella lo hace. El secreto que planea, que se descubre, que explota, que lo desmigaja todo, que lo desintegra y lo vuelve a unir.

Y si por mí fuera seguiría hablando de Piel de lobo eternamente. Con esa devoción que sólo los ingenuos tienen a veces. Porque de verdad pienso que Lara Moreno debe conocerse más entre el gran público. El salto cualitativo que ha dado desde Por si se va la luz es increíble, no perfecto, pero sí rozando esa muestra de lo que la literatura puede ofrecernos. Porque mido, casi siempre, los libros por lo que me han hecho sentir. No podré hacer una crítica exhaustiva sobre la construcción de las frases, sobre su puntuación, sobre el estilo a nivel académico. No lo pretendo. No es este el lugar para ello. Pero este libro ha creado una grieta, que se ensancha a veces, se contrae más tarde, que me recuerda por qué leo, por qué no puedo dejar de hacerlo. Porque recuerdo ese momento de llegar al final, abrazado a unas sábanas rojas, un sábado en el que las luces de mi habitación me gritaban la soledad que sentía, y ahí, en este libro, en las páginas que se sucedían, iba descubriendo por qué leer hace daño, pero también nos dibuja una media sonrisa, o por qué, cuando el amor ya no basta, ya no es suficiente, uno mira en un pozo negro y su reflejo puede darle la respuesta necesaria. Quiero seguir leyendo a Lara Moreno. Por mucho tiempo.