Admito que no me gusta el flamenco. Se trata de un género musical que jamás he logrado entender y del que no consigo disfrutar de ninguna manera. Así que , de oídas, me suenan algunas de las figuras más importantes pero de La Chana no conocía ni el nombre. Y eso que está considerada una de las mejores bailaoras del mundo, si no la mejor.

Supe de su existencia por una entrevista donde contaba el horror en que se había convertido su vida. Un texto donde citaban este ensayo. Así que, ignorando casi todo sobre el mundo del flamenco y desconociendo completamente la vida de esta figura, me sumergí en La Chana, bailaora. Y debo decir que me ha parecido un relato tan triste como fascinante.

La historia de La Chana comienza en la miseria más absoluta en los arrabales de la Barcelona franquista. Una niña más en una gran familia sin perspectiva de aprender siquiera a leer y condenada a ser una sacrificada esposa que descubre un talento innato para taconear a una velocidad vertiginosa y que terminará viajando por todo el planeta asombrando al mundo con su virtuosismo. Una joven sin cultura ni formación que dejaba sin palabras a cualquiera con un arte que surgía de su más profundo interior. A compañeros de profesión que no lograban entender la perfección matemática de un taconeo frenético y, menos aún, que ese taconeo surgiese de manera espontánea; sin ninguna clase de ensayo ni preparación. Pero también a espectadores que nunca habían visto una energía y una pasión semejantes sobre las tablas. Algo que La Chana, en su visión mística de la vida y en su fe incondicional, asegura provenir de Dios y de los estados de éxtasis en los que se sumergía cuando bailaba.

La Chana, bailaora cuenta cómo Antonia Amador comenzó bailando sobre tablas de madera para ganarse los favores de algún chico y que necesitó menos de un minuto de audición para que Juan Habichuela, rey absoluto del flamenco en la época, la contratara en exclusiva. Pero la historia, repleta de un éxito profesional y económico fulgurante, terminó convirtiéndose en un calvario. Y ahí es donde reside el gran drama de La Chana. Que tuvo todo y la dejaron sin nada.

Un malentendido con un hombre, en la opresiva mentalidad de la época, la condenó a dos décadas de un matrimonio repleto de maltratos por parte de un parásito que dilapidó la pequeña fortuna que ella iba haciendo. Un hombre violento y celoso que la anuló hasta el punto de impedirla llegar mucho más lejos de lo que ella había conseguido con relativa facilidad. Pero también de una familia que expoliaba los restos y giraba el rostro ante su sufrimiento.

Una juventud marcada por depresiones profundas, una total desconfianza hacia su genialidad, la soledad y un dolor insoportable. Pero también por la fuerza que le daba el flamenco y la fe. Y sobre todo de un amor incondicional hacia los demás. Porque La Chana, bailaora es, por encima de todo, una lección de resiliencia. La de una persona que mira al pasado lamentando lo sucedido pero sin odio ni resentimiento. La de alguien que tuvo el valor y la fuerza suficiente para romper con todo y tomar el control de su vida. De volver a tener una segunda oportunidad para ser feliz, bailar, ser respetada y amada de una manera plena.

El relato funciona como una especie de díptico donde Beatriz del Pozo, también bailaora flamenca, ha recopilado varios testimonios de La Chana para escribir un hilo conductor y dar al conjunto el formato de un ensayo. El resultado es una extraña mezcla de las propias palabras de La Chana, algo deslavazadas, y de Beatriz que, con un tono más impersonal, actúa como narradora omnisciente que explica y rellena los huecos vacíos. A pesar de que el relato de Antonia pueda resultar algo brusco y reiterativo, posee la fuerza de la honestidad más absoluta. De las palabras que salen del alma sin filtro. En definitiva, la experiencia personal en toda su pureza. Precisamente, esa misma con la que bailaba.