Ser, entre el caos y el miedo. Ser y no ser, como un juego de espejos que, con sus grietas, nos devuelven una imagen distorsionada. Ser lo que nunca habíamos sido, o lo que no hubiéramos esperado nunca que fuera. Ser, un país roto, o muerto, o a punto de extinguirse, entre el fuego y el silencio, entre los disparos y los cuerpos que estallan, entre el hambre y las puertas que saltan por los aires, entre el secreto y el instante antes de morir sin que a nadie le importe. Ser uno y luego otro, dos personas que buscan lo mismo, pero que no lo consiguen de igual forma. Dicen que somos aquello que los demás dicen de nosotros, aquello que puede recordarse, entre la mierda y la belleza, de lo que significamos para los demás. No sé si eso es cierto. Lo que sí somos es contradicción, una peste a gran escala, el sabor metálico de la sangre, y la visión extraña del fuego. Todo eso, en un instante, es La hija de la española. Uno de esos escondites donde a uno le gustaría perderse del ruido de afuera. Lo que no sabía, lo que no estaba muy convencido de encontrar, era un escondite mucho más peligroso que la realidad. Una ficción que bebe de lo real, una realidad que puede parecer ficción, una lucha entre quién es alguien y quién debe ser. Porque todos libramos esa batalla a pequeños niveles, pero lo de Adelaida Falcón es otro mundo, completamente diferente.

Adelaida Falcón se queda huérfana de madre. En un país donde la violencia es la realidad más cercana, no hay mucho que hacer salvo sobrevivir. Días después del entierro, se encuentra su casa tomada por un grupo de mujeres. Se esconde en la casa de su vecina, Aurora Peralta, descubriendo que ha muerto. Sólo hay algo que puede suponer su liberación o un paso más cercano a la muerte: una carta donde se anuncia la concesión del pasaporte español a Autora. ¿Podrá huir del infierno? ¿Será otra para volver a ser ella?

El inicio de La hija de la española es arrollador. No hay necesidad de extenderse demasiado ya que, después de haber cometido dos errores con libros anteriores – que tuve que abandonar – leer, por poner un ejemplo, algo como lo que sigue es, casi diría, una suerte: Mi primer novio y mi último muñeco de la infancia, cubierto por los trozos de su cerebro que había estallado por el disparo de un arma de guerra contra su frente. Sí, con diez años ya era viuda. Con diez años ya amaba fantasmas. Pero uno no puede quedarse únicamente con un inicio prometedor. Lo que ha escrito Karina Sainz Borgo es una mezcla de belleza, horror, violencia y paraíso. Un mundo que nos huele a podrido, pero también a cigarro; que nos envenena la mente, pero también la hace huir; que nos hace lanzar el puño sobre la mesa, pero también acaricia lo que tenemos a nuestro lado. Y cierto es que, sobre la mitad del libro, un par de capítulos me han parecido que ralentizaban el ritmo, pero nada importante viendo el contenido completo de lo que se nos ha querido contar. Que no es otra cosa que una guerra, sus consecuencias, el conflicto que llevamos dentro, la búsqueda de una personalidad cuando todo lo demás está desapareciendo. Porque, de la misma forma que los momentos más cruentos de una guerra, esta novela no tiene ningún momento de descanso. Con un final a la altura, una imagen del desarraigo y lo que se deja atrás, la pertenencia a dos lugares, incluso cuando uno ya estaba muerto antes de empezar a vivir.

Ser no es sinónimo de existir. Somos sin pretenderlo, mientras la respiración se agita en los pulmones y mientras el corazón y el cerebro siguen, tozudos, queriendo permanecer. Adelaida Falcón, como personaje, funciona a la perfección en ese entramado de lucha, desolación y muerte en el que se ha convertido un país que todos conocemos. Porque a pesar de todo lo que existe, ella es sin pretenderlo, con el miedo de lo que hay al otro lado de la puerta, con el temblor de lo que dentro puede estar a punto de desaparecer. La hija de la española no se aparta, no mira desde lejos a lo que es el ser humano, no elimina las partes duras para ofrecernos una mirada edulcorada de lo que en realidad es una dictadura. Nos mete de lleno. Nos abandona, para darnos la mano después y terminar el paseo con nosotros. Porque Karina Sainz Borgo es, existe, es real, aunque nos hayamos empeñado en decir antes de que apareciera lo que debía significar para nosotros. Ser no es sinónimo de existir. Pero seguimos siendo para no olvidar nuestra existencia.