La lectura puede vivirse de diferentes maneras: como un ocio simple, empezando un libro y terminándolo sin pena ni gloria; como una adicción, abriendo la primera página y no pudiendo parar hasta que el punto y final ha hecho acto de presencia; como un trabajo, leyendo y examinando todo aquello que forma una novela, ensayo, o novela gráfica y, si se me apura, como una excusa perfecta para vomitar aquello que uno no se atreve a decir a la cara. Digo esto por un motivo: hoy en día, parece ser que si yo leo ciertas lecturas, la nueva novela de Mikel Santiago no me puede gustar, porque en esta vida, ya se sabe, la lectura de entretenimiento, el thriller, la novela de acción, se ha convertido en una de esas dianas en las que tan sencillo es lanzar el dardo de “eso no es literatura”. Pues lo es señoras y señoras. Con La isla de las últimas voces me ha pasado algo curioso: de la misma forma que, de vez en cuando, visiono películas de acción y disfruto como un niño pequeño, la lectura de esta obra ha hecho que recuerde cómo leer se puede convertir en un ir y venir de imágenes; en un argumento bien hilado y con coherencia – y, creedme, en los últimos meses he leído obras que de coherencia tenían más bien poco –; en un argumento donde los personajes, arquetípicos pero no por ello menos infalibles, me hacen olvidarme de lo que pasa fuera del libro. Creo, y no es de ahora, siempre lo he creído, que la lectura se puede disfrutar de muchas maneras, tantas como lectores haya. Lo más importante es saber lo que a cada uno le ha proporcionado esa obra y, después, dejarse de tonterías.

La vida en la isla de St. Kilda se prepara para la llegada de una gran tormenta que, según las previsiones, va a dejar incomunicados a sus habitantes. Muchos se han ido, pero otros, aquellos que no tienen un lugar real a donde querer ir, se quedan para pasar la Navidad. Pero aunque todo estaba preparado para la nada más absoluta, la aparición de un extraño contenedor metálico y de un soldado va a cambiar para siempre el destino de aquellos que creían haber huido de todos sus problemas. ¿Y si el fin del mundo estuviera más cerca de lo que creen? ¿Y por qué han empezado a soñar con todo aquello que han querido dejar atrás? Preguntas que sólo tienen una posible respuesta: La Caja.

Reconozco, desde el principio, que empecé lo nuevo de Mikel Santiago con reticencia. Uno tiende, a veces, llevar hasta el extremo ciertos rencores infantiles que poco tienen que ver con la literatura. Por eso, cuando empecé La isla de las últimas voces no sabía muy bien lo que me iba a encontrar y no quise leer absolutamente nada del argumento. ¿No os pasa que, últimamente, en la sinopsis siempre hay algún detalle que os jode alguna parte del argumento? Ya me ha pasado en más de una ocasión, con lo que empecé en blanco. Y reconozco un poder que tiene el autor: con pequeños detalles, sabe captar la atención del que lee. Esto, que puede parecer algo tan básico como escribir sin faltas de ortografía, es algo que me ha faltado en muchas otras lecturas en los meses anteriores. En esta novela, ya desde el principio, se dosifica la información de una forma tan estudiada, que resulta imposible – siendo amante del thriller como soy – no querer seguir leyendo. Y claro, al que suscribe se le pone la sonrisa tonta cuando ve, no sé si por imaginación mía o porque Mikel Santiago así lo ha querido, referencias a algunas de las películas de terror más icónicas de los últimos tiempos – ¿eso que he visto ha sido un guiño perfecto a El resplandor de Stephen King? –. Y el lector sigue con la novela, va enlazando algunos detalles y empieza a sacar sus propias conclusiones, y ve cómo los personajes se complementan a la perfección, como un engranaje, y la acción sigue su curso, permitiendo al lector ser protagonista y hacer sus propias cábalas sobre lo que sucederá a continuación. Y así, como en cualquier buena película de acción, uno sigue las imágenes y se encuentra con el final, con la máxima tensión, resuelta de una forma muy buena, y proponiendo detalles de la vida de los supervivientes y cerrando el círculo de todo aquello que hemos leído de una forma satisfactoria.

Pero como tiendo a pensar que no existen nunca las novelas perfectas, voy a sacar un pequeño punto negativo a La isla de las últimas voces. Y es lo que realiza uno de los personajes principales – Dave –, para apaciguar los momentos de tensión. Obviamente no voy a decir lo que es, pero es lo único que me ha chirriado en toda la novela. No porque no esté perfectamente explicado, no porque no pueda entenderlo en el conjunto de la personalidad del personaje, si no porque como lector, lo he visto innecesario.

Se habla, y se seguirá haciendo por desgracia, de cómo la literatura no puede ser, simplemente, un entretenimiento. Y no me he confundido al poner en cursiva el adverbio anterior. Ahí, en ese “simplemente” es donde está el principal error. La nueva novela de Mikel Santiago divierte y entretiene, pero eso no es un tema menor, si no todo lo contrario. Hace un tiempo, hablando con alguien sobre lo que hacían algunos de los últimos autores que habían salido al mercado de la ficción, y del thriller en particular, me decía que cuando leía alguna crítica siempre se preguntaba lo siguiente: ¿serías capaz de hacer lo mismo que hacen ellos? ¿Crear esta historia de la nada y darle coherencia? Recuerdo que contesté casi sin pensarlo: yo no podría. Y eso es lo que me ha sucedido con La isla de las últimas voces: tener la sensación de que encierra algo más que un thriller. Y eso, visitantes, ya me vale.