Es muy agradable leer, de vez en cuando, libros que sean breves, entretenidos y, además, resulten interesantes. Y La urugaya de Pedro Mairal es, sin lugar a dudas, uno de esos.

La novela, escrita como una carta de confesión a su pareja sentimental, relata un día en la vida del escritor Lucas Pereyra. Unas horas donde realiza el corto trayecto que separa Buenos Aires de Montevideo para poder cobrar, a un cambio de divisas mucho más ventajoso, el anticipo de dos novelas que va a publicar en el extranjero. Un viaje donde no solo fantasea con la ilusión de pasar varios meses dedicado exclusivamente a escribir gracias a ese dinero sino que también ha preparado una cita con Guerra, esa urugaya a quien alude el título, con quien tuvo un idilio frustrado y cuyo reencuentro ha idealizado durante meses. Obviamente, nada saldrá como esperaba.

Creo que uno de los mayores aciertos de Pedro Mairal ha sido contar una pequeña historia donde el escritor queda despojado de todo aura que pueda suponer la intelectualidad para mostrarse como alguien completamente mundano. La novela de un escritor donde apenas se habla de literatura y no hay mucho espacio para la pedantería ni las grandes palabras. Donde, simple y llanamente, todo se trata de aprender a vivir y encontrar los respiros que hagan llevadera la rutina. La uruguaya cuenta un día pero es un día donde converge todo el pasado del protagonista y parte de su futuro. Una jornada marcada por los pensamientos de un escritor que se acerca a la madurez y deambula por Montevideo, una ciudad enquistada en el pasado, mientras siente cómo la vida empieza a sobrepasarle. Pero sin dramatismo ni acritud alguna. Simplemente como parte de ese juego caprichoso que es la existencia. De hecho, la voz del autor tiene un sentido del humor maravillosamente irónico. Porque la vida, para Pereyra, es como un partido de fútbol y todo lo que sucede en ella es comparable a lo que pasa en el terreno de juego. Es divertido leer la manera en que vive las decepciones amorosas como si fueran goles marcados por la escuadra en una final importante. Porque necesita deportividad para encajar todos los goles que Guerra le marcará a su ego masculino.

De esta manera, La urugaya es un juego sobre la idealización del otro y también de uno mismo. De que la vida nunca sale como uno quiere y que, en ese choque constante entre la realidad y lo imaginado, siempre gana la ficción porque necesitamos crear nuestras mitologías personales. Aunque sea para creer que siempre hay una salida a lo que no nos gusta. Aunque sepamos que las ficciones elegidas también se desmoronan en un instante y nos van a decepcionar.

Un viaje breve que también sirve de comparación entre dos países vecinos tan semejantes y, al mismo tiempo, tan abismalmente distintos. De admirar esa Uruguay pequeña y humilde, que siempre vive con el cliché de ser una Argentina ideal en miniatura. Es magnífico el detalle donde Pereyra dice que en los billetes uruguayos solo aparecen artistas nacionales mientras que en los argentinos todos son próceres. Y fabuloso el diálogo con su amigo Enzo donde le explica que Uruguay parece un país inocuo pero que, en realidad, puede acabar con una persona.

Seguramente, La urugaya no vaya a ser una novela que trascienda el tiempo, ni falta que le hace, pero hace pasar un rato maravilloso. Y eso ya es un logro.