Seguramente Luis Buñuel sea el mejor cineasta español. Pocos cinéfilos también discutirán que es uno de los grandes directores de toda la historia del cine. Sus películas, tan diversas como poderosas y maquiavélicas, tienen un imaginario propio que intenta desmontar todos los convencionalismos impuestos por la hipócrita moral cristiana y burguesa que, a día de hoy, sigue perviviendo en muchos aspectos.

Su primera etapa francesa, dominada por el surrealismo que tanto amó y nunca llegó a abandonar del todo, está conformada por dos filmes que pasaron inmediatamente a formar parte del imaginario artístico colectivo. El perro andaluz y La edad de oro son devastadoras en todos los sentidos y el propio Buñuel siempre dijo que una de sus intenciones con aquellas películas era animar a una insurrección popular contra el orden establecido.

Buñuel en el laberinto de las tortugas de Fermín Solís habla precisamente sobre ese momento crucial en la vida del cineasta, justo cuando todavía resuena por París la polémica por su última película y Buñuel no consigue financiación para un próximo proyecto que tampoco tiene demasiado definido. Mientras, en el mundo, como telón de fondo, está gestándose el embrión de la segunda guerra mundial. Finalmente, un amigo será quien financie un documental sobre la vida en las Hurdes, en aquel momento una de las zonas más remotas de España cuyos habitantes se encontraban en un abandono y una miseria inauditas en un país que ya estaba de por sí atrasado.

La intención de Buñuel realizando un documental acerca de toda esa gente ignorante, miserable y enferma que vivía prácticamente como animales con una ética y una moral diferentes a las que imperaban en el resto del país, era denunciar que todavía siguiera existiendo una especie de burbuja feudal en una España que prometía estar avanzando hacia el futuro. Un lugar ajeno a cualquier otra realidad que representara todas las inquietudes del cineasta. Obviamente, la obra no gustó al Gobierno republicano que trató de boicotear como pudo la exhibición de la película.

Fermín Solís, con un magnífico trazo que tiene algunas resonancias cubistas y expresionistas, recrea magníficamente el ambiente bohemio de la capital francesa donde Buñuel se encuentra ocioso con sus amigos y desorientado sobre qué hacer. Es maravilloso ese detalle surrealista donde ambos artistas caminan por las calles vacías de un arrondissement parisino buscando alguna taberna abierta y luego vuelven a repetir el mismo paseo manteniendo la misma conversación cuestionándose si aquello ya ha sucedido.

La narración fluirá durante las semanas que duró el rodaje y donde se produjo el choque entre el culto equipo francés totalmente ajeno a una realidad tan desoladora y los hurdanos que sentían a los foráneos como auténticos extraterrestres. Una especie de diario sobre la multitud de anécdotas que sucedieron en el rodaje. Muchas de ellas tan escandalosas y viscerales como las propias películas de Buñuel. Desde disparar a un burro para que su caída por un desfiladero quedase mejor en pantalla hasta pagar a la familia de un niño fallecido para poder rodar el funeral. Pero también situaciones muy divertidas como Buñuel disfrazándose de monja para rodar y escandalizar a los abades que les alojaban y a los propios hurdanos a los que filmaban.

El título alude a las casas de la zona cuyos techos le recordaban a Buñuel los caparazones de las tortugas y la idea del laberinto representa la encrucijada vital del realizador. Una historia donde se debate constantemente entre si es lícito utilizar aquella triste realidad para crear conciencia y aprovecharse del necesitado para mejorar una obra que dé a conocer su realidad o usar la desgracia únicamente como una fuente estética para crear una buena película que glorifique al autor. Un dilema moral que será el eje sobre el que pivote durante toda la obra y cuya resolución corresponderá al criterio del lector.

El laberinto de las tortugas es una novela gráfica que ha sido llevada al cine como película de animación y que seguramente interese a cualquier admirador del cineasta aragonés. Una obra de interés para todo aquel a quien le guste reflexionar sobre los límites del arte y de la ética profesional. Porque, como cualquier película de Buñuel, remueve algo dentro del espectador.