El tiempo nunca se detiene. Avanza, sigue hacia delante y, cuando menos lo esperamos, nos encontramos frente al espejo con toda una vida detrás, sobre los hombros, y muchos recuerdos agolpados en los surcos de la piel. La memoria, ese bien tan denostado hoy en día, el recordar aquello que sucedió y no se repite; el viajar a otra vida mientras la palabra recordada, uniendo ideas, situaciones, caricias y sentimientos; la memoria, decía, es lo que nos diferencia de aquellos animales que siguen su camino recto, sin torcerse ni pensando en los demás. Supongo que por eso, por ese afán de no querer olvidar aquello que fuimos, el papel de las mayores, las que lo dieron todo, o casi todo, porque nosotros fuéramos felices y tuviéramos una vida, es por lo que me interesó tanto, desde un principio, Estamos todas bien. Porque como decía al principio, el tiempo nunca se detiene. Y no es una maldición, sino una experiencia. Ser, estar, permanecer, hablar de lo nuestro, de lo que queda, de lo que desapareció o nunca existió, pero siempre hablar, ya sea en una especie de susurro o a gritos, ya sea a escondidas o de cara, ya sea queriendo o sin tener más remedio. Pero no olvidar, eso nunca. Homenajear a aquellas que fueron parte esencial de lo que hoy somos, de lo que fuimos desde pequeños, de lo que seremos de adultos, en una especie de bucle infinito, que no termina nunca, pero que al pronunciar la última frase, hace evidente lo que uno ya sabía: que ellas fueron lo más grande, a pesar de no ser reconocidas.

Uno tiende a ver muchas publicaciones en sus paseos por las librerías. Visito una media de una o dos veces al día las librerías que tengo cerca de mí, y es muy probable que, si Ana Penyas no hubiera ganado el Premio Nacional de Cómic yo no me hubiera fijado ni interesado por su obra. No porque no me interesara, si no porque no creo haber visto nunca expuesto su trabajo a la vista. Pero la historia es bastante curiosa y, estando un día de paseo, lo vi y me fijé en Estamos todas bien y, después, como en una especie de bonito juego de casualidades, me lo regalaron. Y uno empieza a leerlo, y empieza a asombrarse, a tener esa sensación de nostalgia, de ir rememorando otra época, de ver cómo dos vidas se unen, o se separan, o crean todo un mundo lleno de melancolías, de alegrías, de viñetas e ilustraciones que, con el sello tan personal de la autora, casan a la perfección con el tono de la historia, de las historias de dos abuelas que vuelven al pasado desde dos puntos de vista diferentes.  Y pienso en lo injusto que es que este cómic se acabe tan pronto, casi sin haberlo querido, porque me hubiera gustado que durara más, que al menos tuviera unas cuantas páginas más para poder seguir, para ver todos los detalles que, intuyo, me estoy perdiendo. Pero Maruja y Herminia, las dos protagonistas de esta historia, son leyenda ya. Es posible que no una grande, llena de fuegos artificiales ni reportajes televisivos, pero sí una leyenda de todas aquellos que se entregaron a la vida y que recuerdan aquello que fueron como quien recuerda dónde enterró el tesoro de la isla.

Porque aunque pueda no parecerlo, ahí está lo importante de Estamos todas bien para mí: crear un mapa del tesoro que permita que dos historias, comunes en apariencia, no se olviden nunca. Una especie de legado en ilustraciones y quiebros del corazón, que nos hace reconocernos a todos.

El tiempo no se detiene, pero en realidad sí lo hace. Esto es una contradicción, yo lo sé, pero leyendo Estamos todas bien me ha parecido estar retrocediendo, viajando a un mundo desconocido, o a un mundo conocido pero al que no había prestado demasiada atención nunca. Creo que esa es la verdadera razón de que la obra de Ana Penyas me haya gustado tanto: ponerme frente a mi desconcierto interno y hacerme darme cuenta de aquello que el pasado puede demostrarme, En numerosas ocasiones no fijamos nuestra atención en aquello que damos por hecho que siempre ha sido así. Ellas siempre han estado ahí. Impertérritas, casi con la mirada perdida en otro espacio, en otro tiempo, pero aquello que observan, que recuerdan, que vuelven a vivir, es en parte lo que nos ha hecho lo que somos ahora. Y es que todos estamos unidos por una historia que, a través de pequeños nudos, va creando episodios que se entrelazan para crear un argumento único: el de nuestra propia familia. Y al final lo que queda, lo que es evidente que debe quedar es esa felicidad mansa de darse cuenta que, con el tiempo, la satisfacción de aquello que hemos vivido es lo más importante de todo. Lo que queda. Lo que no se olvidará nunca.