Todos guardamos un momento. Ese instante en el que cambió algo, en el que todo lo que conocíamos varió la dirección y transformó lo que éramos en otra cosa. En otro cuerpo que va caminando sin saber muy bien qué rumbo tomará. Un instante, digo, que arrasa con lo que a su paso encuentra, que invierte las leyes físicas e incluso nos inunda con sentimientos inesperados. Todos lo hemos vivido. En mayor o menor intensidad. En silencio o a gritos. De forma aséptica o con la sangre brotando de las heridas. Y la vida sigue. Y nos impulsa. O nos detiene todavía más, aunque no sepamos cuál es la razón exacta de esa ralentización, de ese parar para coger aire, para cuestionarnos, para crear la reflexión definitiva de quien se encuentra entre las cuerdas. Y también nos ahoga, porque la vida es así de puñetera, de jodida, de adversaria de nuestras debilidades, o de nuestras fortalezas, o de todo a la vez. El dolor de los demás es un viaje. Una pequeña prueba de esa vida que se escapa en esos momentos, en esos instantes en los que todo cambia, sin un significado que entendamos a primera vista. Es un desconcierto, un mirar de reojo al pasado, como si nos persiguiera. Como si todo aquello que hemos conseguido fueran a quitárnoslo, a eliminarlo de nuestro presente. Porque ya se sabe que el pasado puede dejar de existir, pero no desaparece. Se mantiene, en el presente, en el futuro, por mucho que queramos olvidarlo. Todos guardamos un momento. Algo que lo cambia todo. Algo que nos persigue. Y Miguel Ángel Hernández lo ordena con palabras.

Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco. La vida, o por lo menos algunos momentos, del autor se detuvo en ese instante. Veinte años después, intenta reconstruir aquel episodio mientras el viaje le lleva a conocer lo que en él cambió y que el pasado, por mucho que lo neguemos, se mantiene dispuesto a enseñarnos sus fauces abiertas. Dispuestas a mordernos. Porque no sólo hablamos de un crimen, sino también de las vidas que a su alrededor se desintegran.

Hay algo que siempre he dicho: me canso muy rápido de la publicidad. Cuando vi en un boletín de novedades que este libro se publicaba, quise leerlo. Lo esperaba. Casi con necesidad infantil de quien tiene muchas cosas, pero quiere más. Llegó su publicación y las redes sociales se volcaron en críticas, fotos de libros en las manos, entrevistas y presentaciones donde sólo se hablaba de sus bonanzas. Y yo, tendente a la incoherencia y al sopor, vi desinflados mis deseos de leerme este libro. No fue, por tanto, hasta una semana después, cuando mi vista al mundo virtual se desplazó hacia otros territorios, que compré El dolor de los demás y empecé a leerlo. Y es que a veces hay que esperar para que todo deje de estar en su sitio.

Lo primero, Miguel Ángel Hernández es valiente. Quizá con una valentía inconsciente. Porque creo que tener los cojones suficientes para escribir lo que, en algunos pasajes de su libro, aparece es digno de mención. Acostumbrados a que lo que leemos sea ficción – que puede tener más o menos que ver con la realidad, pero de un forma más velada –, observar cómo alguien es capaz de hablarnos de su verdad, siempre me ha parecido un motivo de elogio. Así que ahí queda.

Lo segundo. Los dos planos que se manejan en El dolor de los demás, el de la reconstrucción y la indagación, nos convierten en espectadores de la tragedia. Y no es fácil para el lector enfrentarse al dolor propio o ajeno de esta manera tan exenta de superficialidades. Porque si algo nos ofrece Miguel Ángel Hernández es una imagen del dolor, de la familia, de la expiación, del crimen, de la angustia, de una adolescencia partida en dos, como si estuviéramos asistiendo a una bofetada, un pequeño latigazo en la espalda, primero uno, después otro, para entender después que las heridas que se llevan son las que describen a la perfección cómo eras, eres y serás, aunque cambien los escenarios.

Lo tercero. Quizás algunos escenarios, pequeños capítulos en los que el autor cuenta su viaje hacia entender lo que sucedió aquella noche del 24 de diciembre, me hayan lastrado un poco el ritmo. La reiteración de argumentos, un pequeño girar sobre el mismo tema, ha hecho que no lo disfrutara tanto. Pero que esto, en este tipo de obras, sea un diez por ciento de todo lo que engloba el libro, no es un aspecto negativo, es simplemente un escollo que se salva siguiendo con la lectura.

Y lo cuarto. No puedo decir que estemos ante la mejor obra de Miguel Ángel Hernández puesto que no he leído lo anterior. ¿Un error mío? Puede ser, pero nunca he considerado que no leer la obra de un escritor sea un defecto. Lo que sí puedo decir es que El dolor de los demás – qué acierto de título, por favor – hace que uno termine su lectura con emoción. Y puede sonar romántico, puede que esa especie de pedantería que a veces nos asalta cuando hablamos de un libro, me haga entrar en terrenos de arenas movedizas, pero me veo terminando a altas horas de la noche esta obra, y me encuentro manteniéndome en silencio, cerrando los ojos y recordando las últimas palabras del autor: Y sí, es cierto, estaba a punto de concluir una novela. Pero eso era lo de menos. 

Decía al principio que todos guardamos un momento. Y es cierto. Pero también lo es que muchos de nosotros no estaremos dispuestos a hablar de él. Nunca. Las palabras, los sonidos que salen de nuestras gargantas, las letras que van uniendo ideas en cuadernillos sin nombre, todo vale a la hora de convertir en real aquello que nos parece un mal sueño, una pesadilla recurrente, un ente que, entre sombras, aparece y desaparece a su antojo. Y seguiremos mirando a nuestro alrededor, siempre, observando el dolor. Ese dolor que nos acompaña, que nos da la mano para paralizarnos, pero que también nos servirá para entender que el de los demás, nos ayudará a comprender lo que a veces no somos capaz de hacer: existir, a pesar de todo.