En 2016, en la serie para televisión Black Mirror se emitió un capítulo titulado “Nosedive” en el que una mujer, obsesionada por sus calificaciones a través de una app, veía cómo su vida iba cayendo en picado a medida que las puntuaciones negativas iban haciendo mella en su nivel de vida. De tener una buena posición pasa a ser poco menos que una paria. Y todo aquel que vio el episodio se vio, más o menos, reflejado en cuanto que la sociedad se estaba dirigiendo a ese mismo camino que proponía el capítulo en cuestión. Hablo de esto porque, en una versión un poco más extendida y con más fondo, es lo que nos propone Qualityland. No pretendo, con esta comparación, decir que lo que nos cuenta el autor no tenga algo de original. Lo que quiero decir con esto es que, a lo largo de las producciones, tanto literarias como cinematográficas, han repetido en más de una ocasión los argumentos para proporcionarnos una perspectiva más o menos diferente. Dicho esto, queda la conclusión de si lo que nos cuenta Marc-Uwe Kling merece realmente la pena o no. Y a ello vamos. 

En Qualityland todo se rige por algoritmos. Y son estos, y no los humanos, los que hacen que todo esté perfectamente medido y optimizado. Pero esto no quiere decir que todos sean felices. Para Peter Sinempleo algo va mal cuando recibe un paquete con algo que, para él, no es necesario. Empezará así un viaje para poder devolverlo mientras las nuevas noticias de un posible presidente robot y algo conspiración contra el sistema, se abre paso en una carrera para determinar quién tiene razón: ¿los humanos o los algoritmos?

Lo que he contado en el párrafo anterior es solo un resumen muy conciso de lo que ofrece el libro. Y lo he hecho así porque, con sinceridad, explicar lo enraizado que está el mundo que ha creado el autor me resulta bastante complicado y, además, explicarlo restaría valor a la lectura. Punto a su favor. De hecho, creo que eso mismo, la creación de Qualityland, es lo mejor de este libro. Todo el contexto, ver los pequeños detalles que ha creado Marc-Uwe Kling para conseguir que todas las piezas encajen, hacen que la entrada a la novela sea mucho más sencillo – aunque también es cierto que, al principio, uno se encuentra un poco extraño al leer las primeras páginas –. Sigamos hablando de la creación de personajes. Creo que este es un punto flaco porque, si bien algunos están bastante bien conseguidos – el protagonista y el futuro presidente androide –, no deja de parecerme que los secundarios no están delineados y que simplemente se ajustan a unas cuantas alusiones para hacer relevante el papel en el momento justo. ¿Y qué hay que decir del argumento? En líneas generales me ha convencido, pero he echado en falta algo más de seriedad. Creo que en Qualityland se abusa demasiado del humor en circunstancias en las que no son necesarias – la elección del producto que quiere devolverse, por ejemplo, me ha llegado a cansar en cuanto a las bromas que giran en torno a él –. Lo que sí destaco, por encima de la mayor parte de la trama, son las reflexiones que tienen que ver con la política, economía y sociedad. No es que el uso de la distopía para reflexionar sobre el mundo actual sea algo novedoso, pero sí que me ha gustado la forma en la que el autor las introduce y las explica. 

Cuando apareció en la televisión el capítulo al que hacía referencia al principio de esta reseña, recuerdo que se desató algún que otro debate. A mí, si he de ser sincero, no me pareció especialmente brillante y, además, creo que caía en un humor que se acercaba demasiado al absurdo y no le hacía mucho bien. Creo que a Qualityland le sucede algo semejante aunque está mucho más medido. No tengo nada en contra del humor siempre y cuando esté al servicio de lo que se nos quiere contar. Siempre y cuando tenga un objetivo claro dentro de la historia. Lo que esta novela me ha aportado es entretenimiento y cierta reflexión. Suele decirse de un libro, en términos negativos, que se lee fácil, es decir, que uno pasa las páginas casi sin darse cuenta. Eso sucede con la novela de Marc-Uwe Kling, pero a mí ha conseguido rellenarse esas tardes agónicas de julio donde el calor en la calle apretaba tanto que más que una calle, la realidad parecía un desierto. No hay que desechar algo que entretiene porque lo haga. De hecho, puede conseguir lo que otros no conseguirán, por mucho que no se quiera ver.