Juzgar la Historia desde ese púlpito que da la perspectiva del tiempo es muy sencillo. Y bastante cómodo. Tanto que es el método predominante en la literatura histórica y en la opinión general. 

Son muchos los ensayos que narran los excesos y las atrocidades que se sucedieron durante la Revolución de Octubre y la posterior instauración del Régimen Soviético. Y de ellos abundan los que anteponen la crítica con fines ideológicos a la necesidad de constatar los hechos para que sea el lector quien saque sus propias conclusiones.      

Del mismo modo que también fueron muchos los ensayos escritos por notables intelectuales de la época, obviamente occidentales, que veían en la instauración del Comunismo en la Unión Soviética un referente para alcanzar un mundo mejor y más justo.  

Normalmente los ensayos realizados sobre los grandes movimientos políticos del siglo XX, los cien años más convulsos de toda la humanidad, están realizados por historiadores y expertos que no formaron parte de esos acontecimientos. Algunos de los cuales ni siquiera vivieron la época donde se sucedieron los hechos sobre los que tanto han estudiado y en los que basan su vida profesional. 

Esto es un arma de doble filo. Por un lado es muy difícil hablar con propiedad sobre algo que jamás se ha vivido. Pero también resulta muy complicado evaluar los acontecimientos sin la necesaria perspectiva que otorga el tiempo y el cierto grado de objetividad que da el no encontrarse contaminado por las circunstancias. 

El maestro Juan Martínez que estaba allí, la extraordinaria novela- ensayo de Manuel Chaves Nogales sobre la Revolución Rusa, ya nos avanza en su título que el protagonista vivió los acontecimientos de los que habla. Y una de las cualidades más sorprendentes del libro es que, cuando aún faltaban unas pocas décadas para que el grueso de esa intelectualidad occidental vislumbrase la cruda realidad del Estalinismo, los horrores del gulag y empezasen a caer las vendas de la idealización comunista, Manuel Chaves Nogales ya denunciaba en el momento todo eso que tantos no quisieron ver. Porque Manuel Chaves Nogales, una de las mentes más lúcidas y brillantes del periodismo español, sólo está empezando a ser reconocido, y conocido, ahora. 

Y la razón es que, a pesar de que fue un firme defensor de la Segunda República Española y un intelectual liberal, en un sentido muy diferente a como lo conocemos hoy, tenía dos virtudes que no gustaban nadie: honestidad y equidistancia. Dos características propias que debe poseer el buen periodista en la teoría y que nadie busca en la práctica; especialmente en tiempos de marejada política donde solamente se valora la polarización de las posturas. De ahí, su condena al más cruel de los ostracismos literarios que puede sufrir un autor: fue odiado por todos. Durante décadas, prácticamente nadie ha defendido el inmenso valor de su trabajo, su extraordinaria calidad literaria y la necesidad de una voz sensata en medio de tanta locura.     

El maestro Juan Martínez que estaba allí es el testimonio de un bailaor flamenco a quien las circunstancias le llevaron a verse inmerso en el epicentro de esos convulsos años para Rusia. Una de las características del libro es que, en ningún momento, podemos saber si ese Juan Martínez fue alguien real o si todo lo que se cuenta son las vivencias sobre el terreno que el propio Manuel Chaves Nogales tuvo en algunos de los muchos viajes que realizaba para documentar lo que estaba sucediendo en esa parte del mundo. Su gran virtud está en saber que, sea auténtico el relato o no, esa perspectiva del tiempo ha venido a corroborar todo lo que el periodista narra en su novela. 

Y lo hace a través de un personaje, un artista de la farándula, que vive ajeno a la política. Porque Juan Martínez y su mujer Sole no son más que dos personas que abandonaron la miseria de España y su agitada vida pública para ganarse el pan con su arte flamenco en el Estambul de la Primera Guerra Mundial. Una ciudad donde el estallido de la gran contienda europea les forzará a huir a Bulgaria y Rumanía hasta que su destino final sea la recién creada Unión Soviética. 

Allí se verán obligados por las circunstancias a ir saltando de Moscú a San Petersburgo y Kiev a medida que los combates se suceden en las ciudades y la guerra civil va transfiriendo el poder a los soviets o es recuperado por los zaristas una y otra vez en el caos más infernal de la violencia, del hambre, la falta de mando, la ausencia de estructuras oficiales y el desabastecimiento de todas las materias primas.    

Resulta muy acertado que el narrador de estos acontecimientos sea un personaje como Juan Martínez, alguien que reitera que él no entiende de política ni quiere verse inmerso en ella. Una actitud neutral por parte de un individuo que le permite criticar la violencia y los abusos de todos los contendientes. Porque El maestro Juan Martínez que estaba allí no puede ser leído únicamente como una crítica feroz al comunismo. También lo es al viejo orden que representaba el zarismo. En este libro nadie sale bien parado porque, en realidad, no es más que una demoledora exposición de la naturaleza humana cuando está sometida a unas circunstancias extremas donde solamente tienen cabida los instintos más primarios.

Es el retrato, tan fiel como desolador, de un mundo en rápida descomposición y donde nadie sabe hacia dónde se dirige nada. Una realidad gobernada un día con unas reglas, cuando las hay, y que se rige al día siguiente con otras reglas muy diferentes, cuando se cumplen. Eso antes de que, al día siguiente, vuelva a cambiar todo. Una realidad donde lo único que le queda a los protagonistas es hacer lo posible para sobrevivir. Y eso incluye hacerse amigo de todos, de unos verdugos y unas víctimas que se intercambian los roles constantemente, para poder continuar con vida. 

En definitiva, mantenerse en la más estricta ambigüedad para evitar los problemas. Porque mientras los historiadores y quienes vencieron nos hablaban de grandes ideales y proyectos de cambio, como si los acontecimientos hubiesen recorrido un trayecto lógico y coherente, Juan Martínez nos retrata el miedo que tenían todos, el hambre, la incertidumbre, la paranoia y la aleatoriedad que acompañaban a cada instante durante esos años turbulentos.  

La Historia, esa que se escribe con mayúscula, siempre se reescribirá a posteriori pero hay algo que permanece y es que las verdades de cada época, tarde o temprano, afloran y la perspectiva del tiempo, como hablaba al principio, pone todo en su sitio. 

Ahora es el momento de reivindicar a un autor tan fundamental como Manuel Chaves Nogales. Su reconocimiento llega tarde, demasiado, pero es mejor que nunca. 

La Historia no siempre hace esas concesiones.