Hay autores que, además de preocuparse por escribir una obra digna y más o menos atractiva para el lector, intentan aportar algo nuevo, mostrar algo que nunca antes haya salido a la luz, o no al menos desde cierto ángulo. Son autores que escarban a su alrededor y se detienen en realidades no siempre amables -y no estoy hablando de las oscuridades más o menos presentes en todo thriller– sino en aspectos de la sociedad sobre los que much@s querrían echar un eterno y tupido velo.

Benjamín Prado es uno de ellos, y sólo por eso ya debemos estarle agradecidos. También porque, pese a su ingente actividad, está cumpliendo la promesa que hiciera un día a sus lectores de publicar nada menos que diez historias protagonizadas por Juan Urbano, el inefable detective y profesor que tiene un poco del propio Prado y probablemente otro poco de quien le hubiera gustado ser, al menos en cierto terreno (sí, ese). Una razón como otra cualquiera para encontrar enorme placer en la literatura, por cierto.

Su idea es completar una serie de diez novelas inspiradas en los diez mandamientos, y por eso esta, la cuarta, está presidida por el “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Hay varios padres y madres en esta novela, que no tienen nada que ver con los que imaginara el cineasta Kieslowski para su Decálogo cuatro. Son de varias generaciones y de una misma familia, una de las más importantes del país, no en vano el título del libro alude a los treinta apellidos que cortan el bacalao del poder en la piel del toro. La que nos ocupa se ha dedicado durante mucho tiempo a negocios de astilleros y ferrocarriles, pero tiene en su pasado otros menos vistosos y dignos, entre ellos el de traficantes de esclavos, que están en el origen de su ingente fortuna. Y aquí es donde viene a cuento lo del primer párrafo, ese que aludía a realidades no precisamente bonitas pero que están ahí, que siempre han estado ahí, mal que les pese a algunos.

A Juan Urbano le encargan investigar sobre los descendientes de una hija secreta que dejó en Cuba el antepasado de una familia de postín, pero sólo se lo encarga uno de los miembros del clan; los otros no quieren ni oír hablar de repartir sus propiedades con nadie más, por mucha sangre que comparta con ellos, y ahí es donde lo que parecía una aventura más o menos exótica para Juan Urbano se complica.

Como ocurre con muchas novelas ambiciosas, la trama tarda en arrancar, pero cuando lo hace el lector ya está irremediablemente enganchado. En el conjunto chirrían a veces algunas de las muletillas del detective, no siempre perfectamente integradas, pero ese es un mal menor en un libro que combina la acción con el pensamiento, la época actual y la del siglo XIX, la ironía y la erudición. Porque Los treinta apellidos es un libro en el que uno@ puede aprender muchas cosas de nuestra historia y que además se atreve a nombrar las conexiones entre esta y fenómenos de actualidad como algunos nacionalismos. Y en el que laten cuestiones de enorme trascendencia moral, como hasta dónde está dispuesto alguien a llegar por defender un apellido, o, mejor dicho, un status quo. De hecho, las citas elegidas por Prado son de Emily Dickinson (“No es necesario ser una casa vacía / para estar embrujados”) y Balzac (“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen escondido”). En cuanto a su aparente sencillez de estilo, es eso, aparente. Una ligereza que sólo se consigue tras muchas horas de trabajo.