Hay preguntas que, de forma universal, se han ido manteniendo en el colectivo a lo largo del tiempo. Una de ella es: si supieras el momento exacto en el que vas a morir, ¿qué harías? ¿Seguirías viviendo igual o aprovecharías cada minuto? ¿Te dejarías arrastrar o intentarías cambiar tu destino? Pero antes de que apartéis la mirada y penséis que estamos ante una de esas novelas que nos dicen lo bonito que es vivir, lo extraordinaria que es la vida, lo imprescindible que es aprovechar cada segundo, os voy adelantando que no, que Los inmortales no es la nueva novela que se encumbrará a los primeros puestos de ese “buenismo” que se ha ido instalando en las obras para que saquemos una moraleja que nos convertirá en personas con unos sentimientos tan agradables como, si se me permite, falsos. Creo que lo que uno tiene que entender a la hora de empezar esta novela es que la vida es muy hija de puta a veces, que la identidad es una búsqueda continua – para mí, el gran tema de este libro – y que la familia, esa fórmula sacralizada donde todo tiene que ir sobre ruedas no es más que una obra de teatro con unos medios más bien escasos.

Simon, Daniel, Klara y Varya, son cuatro hijos de una familia judía que descubren a una adivina que es capaz de decirles el día exacto de su muerte. Con el deseo de aventuras de la infancia, los cuatro hermanos deciden encontrarse con ella. Esa conversación, el conocimiento de la fecha de su propia muerte, cambiará la vida de toda la familia en un recorrido por los años, por la vida, y por los secretos guardados.

Las novelas corales que envuelven en muchos personajes una trama en apariencia básica, tienen un pequeño riesgo: que todas las historias que nos cuenten no nos importen demasiado. Los inmortales hay que leerla fijándose en su conjunto, en términos globales, y creo que así puede apreciarse más lo que Chloe Benjamin ha escrito. Si, por el contrario, nos fijáramos por separado en las historias de cada uno de los hermanos, observaríamos que estamos ante una novela desigual en la que los altos y bajos son constantes. Describamos, entonces, lo que supone cada una de las historias para, después, hacer una valoración global:

En primer lugar, la historia de Simon es todo un acierto – tanto de posición en la trama (la primera) como de contenido – ya que es la más emotiva y la que conlleva una lectura mucho más interesante. Simon es gay – no estoy haciendo spoiler, ya se dice en las primeras páginas de su historia – y viaja a San Franscisco para buscarse a sí mismo y vivir su identidad sexual como le plazca. Y, aunque pueda parecer que ha sido por una especie de paralelismo entre lo que muchos hemos tenido que vivir, creo que este personaje es el más completo y en el que la muerte llega en un momento que, a pesar de la fea costumbre que tienen los autores de acabar la vida de los personajes homosexuales de la misma forma, es el equilibrio perfecto entre emoción y realidad.

En segundo lugar, la historia de Klara deja un sabor un tanto amargo. Por un lado me parece interesante la vida que lleva junto a su marido, pero por otro creo que todo lo que rodea al personaje está más basado en intentar dar algún bandazo sin tener en cuenta cómo va a desarrollarse finalmente. También la búsqueda de la identidad, sólo que a través de otro elemento que, esta vez sí, no desvelaré por no estropear la lectura a nadie, juega un papel importante en el personaje. De hecho, la muerte de Klara me parece la menos creíble ya que parece escrita rápidamente, como queriendo terminar su capítulo y su historia.

En tercer lugar, la historia de Daniel es la más oscura de todas y la que tiene más elementos de realidad y una crítica bastante evidente al sistema militar estadounidense. Así como los elementos fantásticos se ven en pequeños detalles de las otras historias, en esta se observa una bajada a la realidad completa. Y funciona como contrapunto. La racionalidad de Daniel, su búsqueda en relación con sus dos hermanos fallecidos, la necesidad imperiosa de luchar contra lo que ya está escrito de antemano, hacen que esta historia vuelva a subir el ritmo de la novela.

Y por último, la historia de Varya. Creo que es un broce bastante bueno para la novela porque en él se descubren algunos pequeños secretos que no se nos habían puesto sobre la mesa, aparecen personajes que creíamos olvidados – aunque reconozco, por mucho que me haya gustado la conversación que se refleja, que el encuentro entre Varya y otro de los personajes, es una maniobra evidente para que el lector cierre todos los cabos sueltos y me ha parecido un poco forzado –, y supone uno de esos finales abiertos que, sin la necesidad de haber una segunda parte en la historia, cierran a la perfección todas las vidas que hemos ido leyendo y descubriendo.

Los inmortales es una novela entretenida, lo que no la convierte automáticamente en una buena novela. ¿Cumple su cometido? Sí, lo hace. Creo que es un buen reflejo de cómo buscamos nuestra propia identidad fuera de la familia; es una obra que ofrece, en algunas ocasiones, una buena crítica a ciertas cuestiones que están sobre la mesa hoy en día y, por terminar, nos ofrece una historia sencilla, pero que en algunos momentos emociona. Pero he ahí lo que decía al principio: podemos valorarla de dos formas. O nos fijamos en el conjunto, que hará que sea una novela correcta. O nos fijamos en cada una de las historias, con lo que alguna de las patas de la novela va a cojear. Y aunque pueda sonar contradictorio, la obra de Chloe Benjamin me ha gustado. No va a cambiar mi vida, no la he leído con esa sensación de estar devorando algo casi sin darme cuenta. Pero la lectura, sin saber muy bien cómo explicarlo, ha conectado conmigo de alguna forma.