Nunca me cansaré de criticar la triste pérdida del sentido del humor en esta nueva era de lo políticamente correcto. Quizá por eso, creo que Los asquerosos, la última novela de Santiago Lorenzo, es un bálsamo contra esa filosofía actual del sentirse ofendido por todo. El título, que ya me parece fantástico en sí mismo, anticipa que estamos ante una obra dispuesta a dejar títere sin cabeza.

Un hombre nos cuenta la historia de su sobrino al que llamará Manuel para “preservar” su anonimato. Manuel es un joven con una vida completamente anodina que ha sufrido, como todos los jóvenes españoles de su generación, los estragos de una crisis que le ha condenado a un presente precario y a un futuro sin perspectiva alguna.

Un día, cuando va a salir de su casa para dirigirse al trabajo, es atacado inesperadamente por un agente antidisturbios al que hiere de gravedad con un destornillador que siempre lleva encima como amuleto. Entonces, Manuel huye inmediatamente de Madrid para refugiarse en un pueblo abandonado. Su tío, un hombre también de escasos recursos, gestionará como puede y desde la distancia el ocultamiento de su sobrino prófugo y su logística de supervivencia enviándole semanalmente compras del Lidl. Ante lo que parecía un terrible drama personal, Manuel descubrirá, poco a poco, que no solamente es capaz de sobrevivir aislado de la civilización sino que preferirá no regresar nunca más a ella. Que la sociedad, el sistema y los demás eran precisamente lo que fallaba en su ecuación para ser feliz. Una vida idílica que no tardará en peligrar debido a unos acontecimientos inesperados.

Los asquerosos no sólo es una obra rabiosamente divertida, de esas que se leen del tirón en una tarde ociosa, sino que despierta, en muchos momentos, sinceras carcajadas. Algo nada fácil en el mundo literario, siempre tan dado al drama, la densidad y el tremendismo. Al menos, hacía mucho tiempo que no me reía en alto leyendo una novela y creo que eso es un gran valor.

También admiro que la novela funciona como la punta de un iceberg. Lo que parece ser inicialmente una obra absurda, incluso algo tontorrona en su premisa, termina dejando entrever algo mucho más amplio y serio. Los asquerosos son una auténtica declaración de intenciones porque Santiago Lorenzo ha sabido materializar sobre el papel lo que debería ser la auténtica función del humor. Y esta es que, bajo la apariencia de lo liviano y lo inocuo, se esconde toda una realidad que no resulta cómoda de afrontar. Porque, bajo la huida surrealista de Manuel, Los asquerosos es una crítica feroz a toda nuestra civilización y un retrato demoledor de nuestra idiosincrasia. Un relato que pone en solfa la estupidez humana en todas sus facetas y que nos retrata como lo que somos: un cúmulo de hipocresías, estupideces y contradicciones que sólo nos conducen a la autodestrucción. Una transformación de la perspectiva que el lector va experimentando al mismo tiempo que el protagonista y su alejamiento del resto de seres humanos. Porque no solamente es fácil identificarse con Manuel, especialmente entre los coetáneos que hemos vivido circunstancias semejantes, sino que reconocemos, en personas cercanas y en nosotros mismos, todas esas actitudes que nos provocan rechazo mientras las leemos.

Podría citar varios momentos que me han parecido geniales. Como algunas de las divertidas explicaciones que el tío da sobre la situación que está viviendo Manuel y cómo se imagina sobrellevándolas con un lenguaje donde entremezcla naturalmente la erudición con la vulgaridad. Un relato donde la visión del mundo y los demás está empapada por una misantropía tan elegantemente soez que resulta maravillosa. Pero hacerlo sería destripar partes importantes de la trama y poner al descubierto los giros argumentales que hacen de Los asquerosos una obra tan fantástica.

Quizá no nos acordemos de ella dentro de unos años pero leer esta novela es una bocanada de aire fresco. En el panorama editorial español y en la mente de cualquier buen lector. Al menos, para quien siga teniendo la suerte de albergar algunos destellos de socarronería en su espíritu.