Sinceramente, he pasado varios días dando vueltas a cómo enfocar esta reseña. Y no ha sido fácil encontrar una manera de hablar de Algún día te enseñaré el desierto. Quizá porque el ensayo de Renato Cisneros acerca de su tormentosa experiencia con la paternidad me ha provocado sentimientos muy encontrados.

La mayoría de los libros, al menos los que yo he leído, suelen mantener un tono constante independientemente de su calidad. O nos hacen disfrutar o nos sumergen en un estado de malestar. O nos ayudan a evadirnos o nos obligan a reflexionar. O se está de acuerdo con lo que se expone o se está en contra.

No afirmo que todo sea en blanco y negro en literatura, entiéndanme. Afortunadamente, una gran parte de los libros tienen multitud de matices y se conducen a través de varias emociones, pero no es habitual encontrar obras donde una página te haga gracia y la siguiente te pueda resultar dolorosa. Donde una descripción te provoque una inmensa ternura y le siga otra que te acerque a un abismo interior. Ni que un capítulo te despierte simpatías hacia el autor y poco después te produzca rechazo todo lo que está contando sobre su vida.

Hay una cosa que sí tengo clara sobre Algún día te enseñaré el desierto. El ensayo me ha gustado. Mucho. Todo lo que cuenta me parece muy interesante, tiene un ritmo fantástico y está maravillosamente escrito. A nivel formal no puedo decir mucho más. La complejidad está en cómo plantea cuestiones fundamentales en la vida de cualquier persona con una honestidad a la que no estamos muy acostumbrados. Y creo que esa dificultad mía para hablar sobre este ensayo se debe a ese marasmo de sentimientos contradictorios. Porque siento que Renato Cisneros ha cometido una maniobra literaria casi suicida: abrirse en canal y dejarnos sus vísceras para que hagamos con ellas lo que queramos. Porque si hay algo irreprochable en esta obra es la sinceridad; la cual se revela de un modo casi pornográfico.

Mientras los relatos autobiográficos tienden a ensalzar algunos méritos propios y tratar de justificar unos cuantos errores vitales, Renato Cisneros nos cuenta sus miserias sin ninguna clase de complejo y entona el mea culpa de sus propios fracasos personales. Algo que podría resultar autocompasivo sino fuese porque plantea sus propios dilemas como un callejón del que es consciente que no sabe, o no sabía, salir. Que su aflicción como escritor a la deriva existencial y su incapacidad para asumir el fuerte compromiso que exige formar una familia y mantenerla no tiene causas externas.

No achaca sus problemas a la sociedad ni al sistema, dos de nuestros culpables favoritos, sino de su pánico al compromiso y al sentir un palpable fracaso vital. De que la vida que había imaginado como escritor nunca se materializa, de que nada parece ser como quería. Que los años pasan, el autor envejece, todo sigue aparentemente igual y eso le frustra hasta llevarle casi a la parálisis. Una onda expansiva cuyos destrozos se extienden hacia todas las ramas de su propia vida.

Si me atrajo este libro desde el principio es porque describe muy bien los tiempos de confusión que, de un modo u otro, estamos viviendo. Ese cisma existencial que la recesión económica ha creado en nuestra sociedad donde la juventud, totalmente desencantada, se siente a la deriva de la incertidumbre por la caída de las grandes expectativas vitales y la precariedad. ¿Ven cómo había que sacar en algún momento a alguno de esos culpables?

Resulta innegable que la incertidumbre se ha apoderado de nuestro espíritu. Vivimos una época donde el rechazo a formar una familia por parte de muchos jóvenes se entremezcla con una defensa desaforada hacia este aspecto vital.

La paternidad, supongo que será a causa del machismo histórico, siempre ha quedado relegada a un segundo plano. No solamente a nivel cultural sino también literario. Desde hace unos años, parece que la oposición radical a la idea de la familia por parte de muchas parejas jóvenes está confrontada con ese concepto que algunos llaman la “hipermaternidad”. Como si tener hijos fuese el mayor error que puede cometer un ser humano o el único fin de su existencia.

Por suerte hay cada vez más voces y textos que hablan sobre el tema desde una perspectiva más realista que rehúye de las idealizaciones. Pero uno sabe que tener un hijo exige una dedicación absoluta. Nadie se plantea formar una familia aspirando a que su vida sea igual a como había sido anteriormente, con los pequeños lujos y las inmensas libertades que implicaba la ausencia de tal responsabilidad.

Creo que, en las zonas intermedias, es donde se juega todo en la vida. Y ese es el incómodo lugar donde habitan las contradicciones. Algo que refleja muy bien Renato Cisneros. Como es el sentir un amor infinito hacia esa pequeña persona que duerme adorablemente en su cuna y llegar a desear, en algún momento, que no hubiese nacido. En sentirse culpable por las propias emociones y por tales pensamientos. En verse mucho más frágil que ese bebé desvalido. En el malestar que hay por la necesidad de amar y el vertiginoso abismo interior al que aboca el amor hacia el otro. En confrontar los propios pilares ideológicos considerándose alguien progresista y de mentalidad muy abierta cuando la noticia de que vas a tener una hija desata un torrente de sentimientos conservadores y prejuicios machistas. En aspirar a ser una persona valiente y autosuficiente que, en realidad, necesita de los demás. En pretender ser un adulto cuando se sigue siendo un niño. De aceptar los vacíos de la vida e intentar rellenarlos con cosas que ya sabemos que tampoco nos harán del todo felices. En saber que se están haciendo las cosas mal y, aún así, ahondar en los errores.

Aunque el ensayo también nos cuenta momentos divertidos, como esa primera noche en el nuevo apartamento donde el autor es incapaz de dormir y regresa de madrugada a casa de su madre para poder descansar unas horas en su cama de siempre. Episodios emotivos como ese precioso instante durante el nacimiento de Julieta en el que su padre la lleva a su pecho desnudo y ésta comienza a chuparle el pezón.

Pero la obra queda, irremediablemente, impregnada de ese malestar que suele sobrevenir a los efímeros momentos de tranquilidad y certeza vital. El dolor de sentir que alguien se está equivocando y que una persona con una vida aparentemente buena decide tirar todo por la borda sin saber muy bien por qué.

Y ahí es donde entra en juego la incomodidad que provoca cierta literatura. En la facilidad para juzgar los errores e irresponsabilidades del otro hasta que las preguntas que surgen de la lectura se vuelven contra uno. ¿Acaso yo habría hecho las cosas mejor?, me preguntaba en las páginas finales cuando todo ese universo personal se iba derrumbando como un castillo de naipes. ¿Es que no he llegado a tener ideas semejantes?, me decía al pensar en algunos de los pasajes más incómodos. Y así hasta darme cuenta de que hice algunas cosas parecidas en determinadas situaciones y veía reflejados a muchos conocidos que han pasado por lo mismo pero nunca llegarán a admitirlo. Al menos, públicamente.

Como dice Renato Cisneros al final, Algún día te mostraré el desierto es un diario para que Julieta intente entender lo que sucedió cuando sea adulta. Para que no tenga los inmensos vacíos que el padre del autor le dejó tras su muerte y que tuvo que recomponer en otro ensayo tras muchos años de ardua y dolorosa investigación.

Sea cual sea el verdadero motivo de este ensayo, es una obra que te sacude. Al menos, a mí me ha removido las entrañas. Y de vez en cuando hay que enfrentarse al malestar porque, nos guste o no, forma parte de nuestra naturaleza.