No estamos preparados para vivir. Emitimos palabras, vamos creciendo, abrimos los brazos y creemos que, con esas alas imaginarias, podremos echar el vuelo y sobrevolar todo aquello que nos hace daño. Pero el golpe suele ser más fuerte, más certero. Pero nos levantamos, seguimos cediendo el paso a la ingenuidad, al desconcierto, al no saber qué será de nosotros, para continuar viviendo de la única forma que conocemos: lo mejor posible. La vida no es un foto fija. Se mueve, va dando tumbos por una calle en plena noche, se emborracha de lecturas que nos enseñan una ínfima parte de aquello que no nos ha ocurrido todavía, e incluso intenta controlar el tiempo cuando unos ojos nos miran y no queremos ponerle nombre a aquello que se intuye de antemano. Y al igual que ciertas vidas, que ciertas existencias, la nueva novela de Sara Ballarín contempla desde sus páginas la pregunta universal que, en toda cabeza, ronda como una especie de fantasma: ¿qué queremos? Y si no estamos preparados para vivir, mucho menos para responderla. Pero lo intentamos. Nos esforzamos por cambiar el rumbo, por encontrar caminos que, hasta hacía bien poco, eran inesperados. Porque, ¿quién dijo que la literatura no fuera una creadora de más preguntas que de respuestas? Y si no sabemos lo que queremos, ¿quién nos dice que no estemos a punto de descubrirlo?
Lena no lo sabe, pero la muerte de su abuela está a punto de cambiar su vida. Mientras lee sus memorias, hará frente a la relación de su padre, a las preguntas que sus extraños sentimientos por Daniel le hacen planteárselo todo, y en definitiva a hacer algo para lo que no se siente preparada: vivir y echar a volar, de una vez por todas.
El que suscribe ha leído El vuelo de Lena con un sensación atravesando la experiencia: que somos valientes por intentarlo. No sabría muy bien identificar en qué momento – si es que hubo uno solo – en el que la lectura de la novela de Sara Ballarín se convirtió en uno de esos lugares donde las preguntas y las respuestas se fueron sucediendo y las dudas son un fiel reflejo de aquello que vivimos. Pero lo ha hecho. Supongo que mucho tiene que ver con esa combinación entre la historia actual y pasada, como una especie de relación amorosa que va uniendo las vidas de los dos personajes – Elena y Lena – y convirtiendo aquello que hemos vivido, ese pasado que nos parece remoto, en un presente donde las palabras, los recuerdos, los sentimientos, crean una especie de escudo contra el mundo. O precisamente lo contrario. Nos hacen desnudarnos para recibir aquellos golpes para los que no estábamos preparados. Todo ello a través de una forma de escribir sencilla, apartada de histrionismos y adornos que no le hubieran favorecido a la historia, y con un esquema perfecto en su planteamiento.¿La única pega? No haber comprendido del todo a Daniel, el personaje masculino, más por una cuestión personal que tiene mucho que ver con historias del pasado que uno no se permite dejar de soltar.
Leemos tanto que, a veces, se nos olvida lo importante: lo que queda después de un libro. ¿Y qué queda? En el caso de El vuelo de Lena la sensación de querer, de intentarlo, de seguir adelante incluso cuando la vida se ponga tan puñetera que queramos abandonarlo todo, huir, continuar por un camino invisible donde nadie pueda seguirnos. Pero también quedan ciertas palabras después de unas cuantas copas de vino, las preguntas que nos hacemos mientras nos miramos a los ojos, tus ganas y las suyas, la verdad y la mentira de lo que la vida nos puede deparar y esa sensación, esquiva y en perpetua búsqueda, de querer ser felices, aunque no sepamos ni siquiera lo que significa. Sara Ballarín ha escrito su mejor novela. Nos contará más historias, cuando ella quiera, y cuando la vida convierta las palabras en verdad, pero mientras tanto, lo que nos propone la literatura, en este caso, es aprender que no todo está perdido, que el miedo al “sí” no debe ser lo que más temamos, y que vivir, con miedo, con el escalofrío de unos dedos en nuestra espalda, puede ser aquello que nos evite perdernos. Porque, al fin y al cabo, volar significa no controlar absolutamente nada. Y eso es lo bonito.