Vivimos tiempos de incertidumbre política y social. El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, el caos del Brexit, la reciente victoria de Jair Bolsonaro en Brasil o la irrupción de Vox en la agenda política española son sólo la punta de lanza de un fenómeno más profundo e inquietante: que la extrema derecha, con sus discursos racistas y sus aspiraciones retrógradas, lleva un tiempo escalando posiciones en todos los países occidentales.

La globalización económica y su crisis, unido a muchos más factores, ha creado el caldo de cultivo para los nuevos extremismos. Pero también debe haber algo más. Los países nórdicos, con sus sistemas sociales más fuertes, sus economías más robustas y sus sociedades más igualitarias, fueron algunos de los primeros países en introducir a los partidos de extrema derecha en sus parlamentos. ¿Qué está pasando entonces? ¿Se debe todo a una mala situación económica y sus consecuencias? ¿Es el miedo de la gente a perder sus identidades tradicionales? ¿Es la necesidad de buscar culpables fáciles e identificables a problemas demasiado complejos? ¿Es una mezcla de todo? ¿Hay algo más que se nos escape?

Mark Bray se hace eco de este repunte racista, misógino y homófobo global y ha hecho un manual de urgencia para llamar la atención sobre el problema. El resultado es Antifa, un volumen que pretende ser una especie de compendio entre la historia del fascismo y el antifascismo, de intentar explicar por qué está pasando esto, conocer los testimonios de militantes de diferentes países y explicar qué puede hacer un antifascista, desde la militancia hasta los gestos individuales, para hacer frente a este desconcertante panorama.

Sin embargo, aunque este ensayo me parece necesario también me ha creado una división interna. Creo que el ascenso de partidos y personajes con discursos racistas y homófobos debe pararse de alguna manera. El éxito de una sociedad radica en su capacidad para aceptar las diferencias con el otro y convivir en una cierta armonía basada en el respeto. Por tanto, cualquier opción que implique acabar con derechos fundamentales y libertades que afecten a la naturaleza y la identidad más profunda del individuo no debería tener cabida en una democracia moderna. Que partidos claramente neonazis como Amanecer Dorado en Grecia agredan, o incluso hayan matado, a inmigrantes por el mero hecho de ser extranjeros y que personajes como Matteo Salvini, todo un Ministro del Interior italiano, que casi se jacta de dejar morir a refugiados en el Mediterráneo es inaceptable en una democracia. Pero creo que el problema de fondo que hay en Antifa es el mismo que subyace en las contradicciones de la izquierda y el movimiento anarquista: que pretende aplacar el problema del fascismo con sus mismas armas.

Porque Mark Bray, así como todos aquellos antifascistas a los que da voz en su relato, terminan defendiendo el mismo discurso y es que al fascismo hay que detenerlo por cualquier medio. Y eso implica tratar de negar los altavoces públicos para sus discursos y boicotear sus manifestaciones y actividades. Ya sea por medio de acciones pacíficas e ingeniosas (y el texto abunda de ellas) o utilizando directamente la violencia. Es decir que, en la lucha por combatir el fascismo, están corriendo el riesgo de convertirse en otros fascistas. Porque Mark Bray dedica una parte muy importante de su texto a justificar que los ideales de libertad, justicia, paz y democracia de la izquierda y el anarquismo son loables y los más legítimos y, por tanto, están por encima de cualquier otro pensamiento. Lo cual no hace sino ahondar más en ese grave error, al menos de la izquierda, que es la superioridad moral que tanto daño le hace a sí misma y que, en mi opinión, le impide avanzar y retomar esos espacios que no deja de perder en el plano político y social.

Mark Bray también dedica varios capítulos a explicar la historia del fascismo, quizá la parte más interesante, y cómo este siempre logra medrar gracias al descontento popular, por medio de ideas simples y falaces y pasa de ser una fuerza residual a tomar el poder absoluto por medio de las instituciones mientras los oponentes no han reaccionado porque estaban demasiado ocupados discutiendo sobre cómo hacer una revolución imposible. Lo cual debe ser tomado como una señal de alarma para no menospreciar la amenaza que suponen estos partidos y que, de alguna manera, los demás hagamos algo.

Sin embargo, me temo que Antifa, a pesar de sus buenas intenciones de fondo, viene a confirmar tristemente esa repetición de la historia. Por eso me ha resultado tan desolador leer este ensayo. Porque creo que seguiremos discutiendo sobre ello hasta que no podamos hacer nada y nos preguntemos cómo hemos llegado a ese punto.