Hablamos, callamos para no hacer (más) daño, nos equivocamos, acertamos en nuestras conclusiones, follamos, nos amamos, cercenamos sensaciones, matamos poco a poco los sentimientos o, por el contrario, los expandimos como si estuviéramos en plena borrachera, como drogados, narcotizados por lo que más adelante puede convertirse en el terror, en el error, en aquello que odiemos. Y seguimos hablando, callando, equivocándonos, pero sobre todo narrándonos, creando una historia minúscula dentro de otra más grande, como una matrioshka mental, algo que no existe pero que al pronunciarlo se crea, se construye, va tomando forma y acaba por tener tanta verdad dentro como puede tenerlo una historia contada por dos. Tu verdad, la mía y la que sucede en realidad. Hablamos, nos enamoramos, servimos nuestro guión propio al servicio de la película, eliminando las escenas que no nos gustan y centrando la acción, el desarrollo, el nudo de la historia en aquello que nos acercó y nos alejó, en aquello que nos hizo enamorarnos de él, de ella, de ti, de mí, para terminar en un desenlace que, no por esperado, deja de doler menos: que las historias de amor no eran como nos las habían vendido. Y que el cuento del amor romántico no dejaba de ser el preámbulo de todo lo que estaba a punto de suceder. Nos hemos querido, infinitamente, con dureza, arrastrando nuestros pies, quemándonos las manos, el torso, apretando los ojos para no ver(nos). Todos lo hemos hecho. Por eso Feliz final es todo lo que hemos sentido, alguna vez en la vida.

¿Qué sucede cuando todo se acaba? ¿Qué hay después de que dos personas decidan separarse? Y, sobre todo, ¿qué es lo que ha habido antes? Observaremos, a través de la visión de dos personas, todo aquello que los hizo separarse, pero también lo que, al principio, les unió. Un viaje del final al inicio de lo que se crea dentro, pero también se destruye.

Tengo claro que, en los últimos años, Isaac Rosa se ha convertido en uno de esos escritores que saben reflejar a la perfección los problemas de toda una generación. Pero no me gustaría que esta reseña se convirtiera única y exclusivamente en una excusa para hablar de escritura generacional, de que el autor ha hecho con Feliz final la novela de toda una generación, la que elimina las barreras y hace que todos los lectores se puedan sentir identificados. Me parecería manido y, a la vez, me repetiría hasta la saciedad (teniendo en cuenta que, unos años atrás, ya hice lo propio hablando de otra novela del autor que se llamaba La habitación oscura y que siempre recomiendo también). Lo que me gustaría decir de esta novela es, simple y llanamente, que duele. Que lo hace con esa facilidad con la que duelen las cosas que conoces, las cosas que has vivido, el espejo en el que te ves reflejado. Un vómito de todo aquello que no nos hace mejores personas, sólo más reales. Porque dentro de todos nosotros existe un salvador y un hijo de la gran puta; dentro de una historia de separación las líneas entre malos y buenos se difuminan y las culpas, las responsabilidades, empiezan a repartirse como en una canción absurda y pegadiza a la vez; dentro de una historia, de una novela, puede existir el dolor más apremiante – la primera mitad de la novela tuve que leerla dosificada porque me sentía muy reconocido en un momento particular de mi vida – al bálsamo y la recuperación que se convierte más en consuelo que en verdad. Todo esto es lo que uno encuentra en Feliz final.

En mi trabajo – soy librero – hablo todos los días con clientes que van compartiendo conmigo sus lecturas. Con algunos conecto, con otros no tanto. Pero una de las cosas más significativas que me ha pasado con todos aquellos que están leyendo Feliz final – un ochenta por ciento mujeres, sirva el dato para sacar nuestras propias conclusiones – es que lo leían como quien va pisando un campo lleno de minas. Con una mezcla de miedo, admiración y sensación de estar subiendo un ochomil para, después de haberlo coronado, sentirse la persona más valiente del mundo. Y es que lo que ha hecho Isaac Rosa es – y aquí espero que se me permita un poco de repetir lo que ya se ha dicho hasta la saciedad – ponernos frente a nosotros mismos y decirnos: sí, estamos jodidos, pero de todo se acaba saliendo.

Hablamos. No podemos evitar hacerlo. Pero entre tanta palabra se crea un silencio, una especie de tormenta entrelineada que es la que termina arrasando con todo. Ser pareja, por sí mismo, no nos salva, no elimina nuestros conflictos, no nos hace mejores. Pero seguimos hablando para crear esas realidades, para creernos nuestras propias mentiras o para entender que, la verdad, es tan efímera como aquello que creímos que existía y hoy se convierte en el polvo que se queda debajo de un sofá que ya no se usa. Y hablamos, sobre todo, para entender que creer y crear se diferencian en una sola letra, pero contienen realidades muy distintas. Leed, por tanto, Feliz final. Leedlo para hacer las dos cosas.